Nacho Robredo y Carmen Carrasco vivían en Madrid. Él, ingeniero agrónomo, trabajaba elaborando proyectos de riego en una gran compañía; ella, bailarina, en el Centro Dramático Nacional.
“Vivíamos en Pozuelo”, explica Robledo. “Yo trabajaba en Mejorada, y tenía hora y media para ir y otra hora y media para volver. Carmen trabajaba de tardes. Al final nuestra hija estaba todo el rato con nuestros padres y nosotros casi ni la veíamos”.
Como tantos urbanitas, tenían la ilusión de dejar la ciudad para vivir en el campo. Pero, a diferencia de la mayoría de los que sueñan con otra vida en la que el tráfico de hora punta sea solo un lejano recuerdo, ellos hicieron las maletas.
Se plantaron en Valsalada, un pequeño pueblo de la hoya de Huesca -cercano a la, más grande, localidad de Almudévar- y se convirtieron en los nuevos colonos de este pueblo de colonos, creado de la nada en 1957, con su iglesia y sus 46 casas iguales, con corral anexo y huertecillo.
La pareja se mudó al rural sin una idea clara de lo que iba a hacer, y eligió Valsalada solo porque las casas eran grandes y “había muchos niños en la calle”. Durante un tiempo, vivieron gracias a que Robledo siguió teletrabajando, pero pronto el ingeniero decidió cortar el último lazo con su vida anterior: “Llegó un momento que me harté de estar viviendo aquí y cada dos meses ir a Dubai, estaba haciendo cortocircuito”.
¿Y ahora qué? Pues ahora, pensaron, iban a hacer quesos. En una de las provincias con menos ganado de leche de toda España.
Una quesería con los rebaños a 80 km
“Lo de la quesería lo tenía en mente porque había hecho con 20 y pocos años un curso”, reconoce Robredo. “Me moló mucho pero no tenía nada pensando”. Ni siquiera lo costoso que resulta hacer queso sin un suministro de leche cercano.
“Eso ha sido uno de los puntos más delicados”, reconoce el quesero. “Yo sí sabía que había poca, pero conocimos a un ganadero de leche de cabra antes de empezar con la quesería con el que llegamos a un acuerdo. Nos llevamos muy bien y empezamos a hacer los quesos en su granja de Barbastro”.
Este pueblo está casi en la otra punta de la provincia, a una hora en coche (80 km). “Vamos cada semana y eso nos ha penalizado un poco porque siempre tenemos un fijo de costes que es el traslado de la leche”, reconoce Robledo.
Pese a este escollo (y la aparente ingenuidad del proyecto) la pareja siguió decidida a montar la quesería, y lo hicieron con una idea en mente: hacer algo que no existiera. Y, a base de cabezonería, han logrado facturar unos quesos muy notables.
Quesos d’Estrabilla, que así se llama la empresa, ofrece quesos de pasta blanda y dura, de leche cruda de oveja y cabra: algunos de estilo tradicional francés, pero otros con mezclas y técnicas de cosecha propia. “Íbamos a tener una quesería de muy poquito volumen y, al no ser competitivos por cantidad teníamos que diferenciarnos por calidad”.
No hay nada de idílico
Los tres años que lleva abierta la quesería no han sido un camino de rosas. Primero, la pareja descubrió que hacer quesos era algo más difícil de lo que pensaban.
“Por ejemplo, subestimamos mucho el tiempo que se dedica a limpieza, que te obliga a elaborar más cantidad para amortizar ese tiempo que dedicas”, reconoce Robredo. “Al hacer más cantidad debes tener más espacio”. Pese a haber contado con una ayuda LEADER de la Unión Europea, que cubrió el 30% de la inversión inicial, un año y pico después de empezar tuvieron que hacer una segunda cámara, “sin tener prácticamente dinero para invertir”.
La administración, explica, tampoco lo pone fácil: “Estamos a cuarto de hora de Huesca, una ciudad en la que hay mucho funcionario y poca actividad agroalimentaria. Se lo hemos puesto muy fácil para que vengan [a hacer inspecciones]”.
Ahora que la pareja estaba llegando al punto de equilibrio, con la cantidad de leche y empleados necesarios para que salieran las cuentas, ha llegado la pandemia para volver a complicar las cosas.
La quesería, que distribuye principalmente en el comercio local, está tratando de reinventarse en busca de nuevos canales de venta, en tiendas especializadas e internet (aún no está operativa su página web, se pueden comprar sus quesos a través de Facebok). Y, claro está, surge la incómoda pregunta: ¿todo esto compensa?
“Estaba trabajando en una multinacional haciendo proyectos de regadío”, apunta Robredo. “Era un curro agobiante, estresante y no era lo mío, esto también es agobiante y estresante, pero es lo que quiero hacer”.
Empujo a Carrasco, que se ha mantenido callada durante toda la entrevista, a que diga algo. “Hay muchos momentos en los que dices ‘pero qué hago aquí’, cuando yo trabajaba en un teatro en Lavapiés”, reconoce. “De lo mío”. Carrasco, de hecho, tenía intención de montar en el pueblo una residencia de danza, pero en un pueblo esto es aún más difícil que montar una quesería. El tablao que habían construido con esta idea en mente es hoy un almacén.
Quizás algún día esta “quesera sobrevenida”, como la define Robredo, logre montar espectáculos y talleres en Valsalada, mientras tanto, arrima el hombro y bate la leche.
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